Cada 10 de septiembre, al conmemorarse el Día Mundial para la Prevención del Suicidio, volvemos a encontrarnos con una pregunta que duele y desafía: ¿cómo cuidamos la vida en tiempos donde tantas personas sienten que han perdido la esperanza? Hablar de suicidio no lo provoca; al contrario, puede abrir caminos de alivio y esperanza. La prevención no es solo una tarea de especialistas en salud mental, sino también un compromiso colectivo que involucra a familias, instituciones educativas, espacios de trabajo y comunidades enteras.
Cada gesto de escucha atenta, sin juzgar, ni minimizar el sufrimiento, puede ser un acto profundo de cuidado y cada muestra de compañía puede convertirse en un factor protector frente a la desesperanza. A veces creemos que nuestras acciones son demasiado pequeñas para marcar la diferencia, pero la verdad es que nunca sabemos cuánto puede significar para alguien un “¿cómo estás?”, un tiempo para escuchar sin prisa o una mano extendida en momentos de dificultad.
Paradójicamente, durante la pandemia, ese periodo que nos enfrentó al miedo, la incertidumbre y el aislamiento, ocurrió algo inesperado: por primera vez en 20 años la tasa de suicidios disminuyó. ¿Por qué, en medio del dolor colectivo, sucedió esto? Porque nos atrevíamos a decir “no estoy bien”; porque compartíamos nuestras emociones sin filtros; porque, aunque separados por muros y pantallas, nos escuchábamos de verdad. La vulnerabilidad se volvió puente, no barrera.
Muchas personas aún creen que hablar del suicidio con alguien que atraviesa una depresión o tiene pensamientos suicidas puede empeorar la situación, pero eso no es cierto; es justamente lo contrario: hablar del suicidio puede salvar vidas.
El silencio es el verdadero enemigo. La conversación es el primer paso hacia la esperanza. Que el suicidio deje de ser un tema tabú. Abramos espacios seguros, humanos, reales, para hablar de nuestra salud mental.
En este contexto resulta inspiradora la historia de Sadako Sasaki, la niña japonesa que, tras enfermar de leucemia producto de la bomba atómica en Hiroshima, comenzó a plegar grullas de papel con la esperanza de sanar. Aunque no alcanzó a completar las mil, sus grullas se transformaron en símbolo universal de paz, resiliencia y esperanza.
De la misma forma, cada acto de cuidado hacia otro puede compararse con una grulla de papel: sencilla, pequeña, pero profundamente significativa para quien la recibe. Así como las grullas de Sadako trascendieron en el tiempo, también nuestros gestos pueden dejar huellas invisibles que sostengan y devuelvan sentido a la vida de quienes hoy atraviesan momentos difíciles.
La invitación es clara: que cada uno de nosotros se atreva a ser plegador de grullas en la vida de los demás. Prevenir el suicidio requiere compromiso, empatía y valentía, porque cada vida cuenta y merece ser cuidada.