Según las estimaciones oficiales, cerca de 30 mil ariqueños participaron del último simulacro de terremoto y tsunami, ejercicio donde se demostró, positivamente, cuánto hemos avanzado en nuestra cultura ante este tipo de catástrofes.
Y es que parece que los ariqueños estamos ya acostumbrados a los simulacros, sobre todo, cuando una autoridad da una cuenta pública o realiza un balance de su gestión.
Simulacros donde se vive una situación hipotética de una ciudad eficiente, de la materialización de grandes proyectos que van en directo beneficio de la gente, de servicios públicos que responden de manera adecuada a las necesidades de los usuarios y no a la burocracia del timbre y la estampilla, una región donde las autoridades van con la verdad de frente y reconocen sus errores y los enmiendan.
En fin, una realidad virtual donde las calles no están sucias ni llenas de hoyos, ni sectores a oscuras por falta de iluminación o con basura acumulada por la ineficiencia en el servicio de recolección de desechos.
Una región donde los proyectos de obras públicas no quedan botados a medias o se terminan llenos de deficiencias o donde no se gastan los recursos de inversión por falta de iniciativas concretas y para qué decir, de real impacto público.
Este simulacro permanente donde los funcionarios de confianza -y otros medio obligados- funcionan como bots para replicar y ponerle “me gusta” a las acciones que realiza la autoridad o van como relleno a aplaudir en las actividades públicas.
En fin, una comunidad acostumbrada a escuchar de las autoridades esa región ideal inexistente, mientras a diario chocan con esa realidad muy distante de esa utopía.
Udo João Gonçalves Flores
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